La oposición –no toda– tiene como objetivo cuestionar no solo el actual proceso electoral y la predecible victoria de Hugo Chávez el próximo 7 de octubre, sino deslegitimar el sistema de elecciones venezolano, pieza fundamental de la democracia bolivariana. El propósito es viejo. Ya lo intentó en las elecciones parlamentarias de 2005 cuando se abstuvo con la intención de trasmitirle al país y al mundo la versión de que no se podía confiar en el sistema electoral venezolano. Hecho que, presuntamente, abriría las puertas a la desestabilización total. Pero como siempre pasa con la estrategia de la oposición, el intento fracasó y tuvo calarse cinco años sin representación en la Asamblea Nacional.
Ahora se repite la historia en el marco del juego dual a que tiene acostumbrada a su gente, que consiste en aprovechar la condición democrática y amplias libertades del proceso bolivariano, para golpearlo con temerarias acusaciones en contra del funcionamiento de las instituciones y de quienes las dirigen. Con un componente que extrema ese comportamiento y lo vincula a la conducta que llevó a la oposición, hace diez años, a la loca aventura del 11 de abril y el golpe petrolero: la peculiaridad de las actuales elecciones.
Por eso que lo que ocurre hay que examinarlo en el contexto de un proceso electoral especial: la confrontación de proyectos políticos, sociales, económicos y culturales totalmente opuestos. Es obvio que ambos contendores están claros acerca de lo que se plantea. Con la diferencia de que uno, el chavismo, respeta al árbitro y a las reglas de juego; mientras que el otro, el caprilismo, no lo hace. Éste puede decir lo que quiera, pero resulta cuesta arriba negar que en la historia de nuestros procesos electorales la oposición jamás contó con tanto respeto como el que ha tenido a partir de 1999. Pero así como el chavismo muestra, una vez más, su condición democrática, Capriles reproduce sus pasadas actuaciones antidemocráticas. El chavismo se acoge a la legalidad democrática, la respeta, en tanto que el caprilismo no pierde ocasión para quebrantarla. Uno es celoso guardián de la constitución bolivariana y el otro la usa, y, en el fondo, la desprecia, como lo demostró cuando votó contra ella y luego la violó el 11 de abril de 2002.
La trampa –porque de eso se trata– la montan cuidadosamente, con escalamiento y nocturnidad, los sectores ultras de la oposición ante la pasividad de los demócratas que en su seno se inhiben, como ya ocurrió con los planes golpistas del fede-carmonismo en el 2002 y cuando adoptaron la decisión de abstenerse en las elecciones parlamentarias. ¿de qué manera? De muchas. Veamos las más venenosas:
A) Prédica constante, tanto en escenarios nacionales como internacionales, de que en Venezuela gobierna una dictadura, argumento que descalifica globalmente la existencia de democracia en el país y, por consiguiente, la legitimidad de los poderes públicos;