Voz en español de Catalina de Aragón: Marcela Páez
Voz en español de Tomás Bolena: Eduardo Fonseca
«Si algún día llega a trabajar para el rey, déjeme darle un consejo, digno de un hombre sabio como usted: Tenga mucho cuidado con lo que le dice. Él es un buen príncipe, pero tiene una voluntad tan férrea que es capaz de dividir su reino por la mitad con tal de obtenerla. Porque una vez se le mete una idea o proyecto en la cabeza, es imposible convencerlo de lo contrario. Y de cierto le digo que, si hubiera servido a Dios tan bien como serví al rey, jamás me hubiera abandonado siendo un anciano».
—Cardenal Wolsey (29 noviembre 1530)
Bienvenidos a la última parte de este primer documental, dedicado a los primeros años de reinado del octavo Enrique y su histórico encuentro con la doncella que cambió su futuro, Ana Bolena. Hasta ahora, hemos explorado detenidamente sus años de temprana juventud, los entresijos políticos, sociales e ideológicos de su corte y su incansable búsqueda de un heredero varón. Hoy, la cuestión real, su divorcio, tendrá respuesta.
Para 1529, el emperador Carlos V, sobrino de Catalina y rey de España, era dueño y señor de Italia. Temeroso de ofenderlo luego del brutal saqueo de Roma, e incapaz de reconocer que la iglesia católica se equivocó al suministrar la dispensa, el papa Clemente canceló el juicio y lo trasladó al vaticano. Enrique VIII, rey de Inglaterra, sabía perfectamente quién era el culpable de todas sus desgracias: Wolsey, su ministro, su canciller, el prelado en quien había depositado su confianza y que, por primera vez, le había fallado. La exitosa reconciliación entre Francia y España, conocida como la paz de Cambrai, fue la gota que derramó el vaso: el conflicto entre ambos, beneficio seguro para los ingleses, era la última carta de Wolsey para contentar al rey.
Ambos fracasos, divorcio y Cambrai, destruyeron por completo al hábil político que había llevado las riendas de gobierno por los últimos 15 años. Las consecuencias de su caída fueron trascendentales. Decepcionado con el papa, lleno de confianza en su autoridad y dispuesto a ejercerla libremente, Enrique empezó a escuchar otras posibilidades, y una de ellas tenía nombre y apellido: Martín Lutero. O mas bien, William Tyndale. Para ambos, los príncipes temporales no debían ser controlados por un hombre falible y sobornable como el papa, mucho menos obedecer a una iglesia corrupta y decadente como la católica. El protestantismo ganaba cada vez más adeptos en Europa, y Enrique encontró en la solución de un clero luterano, Tomás Cranmer, la respuesta clara y rápida que nadie le había dado hasta ahora: la reforma.
Todos (salvo Tomás Moro, su mentor y nuevo canciller) le apoyaron y vieron su fortuna bien recompensada: Cromwell, Tomás Bolena, Norfolk, Suffolk. Pero, por encima de todos ellos, estaba la única persona a la que el rey escuchaba, su amada, su prometida y futura compañera: «Mademoiselle Ana, cuya sola palabra es ley».
Una nueva era ha comenzado